El turco autómata que jugaba ajedrez
La máquina que intrigó a E.A. Poe
La posibilidad de crear una máquina que piense por sí sola y tome decisiones no es exclusiva de este siglo. Y no existe otro juego popular en el que la lógica y lo impredecible se fundan mejor que en el ajedrez. Así que, como era de esperarse, un autómata que pudiera jugar ajedrez por sí mismo tuvo que ser una sensación en 1836. Tenía, además, una apariencia particular: era turco. Era el turco autómata.
El turco autómata y su llamativa apariencia
Este autómata era un invento del barón Wolfgang von Kempelen hecho para María Teresa I de Austria. Conocido inicialmente como el Autómata Jugador de Ajedrez y más tarde como el Turco Mecánico, o simplemente El turco, era una figura de hombre de tamaño natural. Se hizo de madera tallada. Fue vestida como un hechicero oriental, que aparecía sentada tras un gabinete de madera en el que había un tablero de ajedrez.
El turco había sido diseñado para jugar ajedrez contra cualquier oponente que lo desafiara. Desde su presentación en sociedad en 1770 había derrotado a todos. Excepto a un puñado de los mejores jugadores de la época. «Sin embargo, la cuestión de su modus operandi aún no se ha determinado», escribía Poe aquel año.
No muy elegante pero muy inteligente
No tenía precisamente los mejores acabados del mundo. El turco, cuyos movimientos eran bruscos y su confección poco refinada, no parecía gran cosa.
Pero parecía tener la capacidad de pensar y hasta de sentir. Cada presentación seguía el mismo libreto. El barón le contaba a la audiencia que El turco era muy hábil en el juego del ajedrez. Sacaba un tablero de ajedrez del gabinete y lo colocaba frente a la figura de madera.
Luego, el barón abría las puertas del gabinete y alumbraba su interior con una vela. Se podía ver un mecanismo elaborado de ruedas, engranajes y palancas. Habiendo comprobado que no era un truco, le daba cuerda al artilugio e invitaba al público a jugar.
Cuando ponía en peligro a la reina de su oponente, asistía dos veces con la cabeza. Cuando ponía a su oponente en jaque, asistía tres veces.
Pero lo que asombraba era que El turco era un jugador realmente bueno. Parecía responder con una habilidad inexplicable al impredecible comportamiento de los humanos.
Las sospechas de Poe
Por supuesto, una máquina «inteligente» como esa no era posible con la tecnología de la época. A pesar de eso, ejercía gran fascinación. «En consecuencia, hay hombres que son genios en la mecánica, de gran agudeza y entendimiento que no tienen ningún escrúpulo al pronunciar el Autómata como una máquina pura, desconectada de la agencia humana en sus movimientos y, en consecuencia, más allá de toda comparación, el más sorprendente de los inventos de la humanidad», opinaba Edgar Allan Poe.
Esa suposición no era aceptable ni para Poe ni para muchos otros. No obstante, el secreto seguía guardado.
El fin de la maravilla, el turco autómata
Los viajes de esta maravilla, el turco autómata, continuaron al tiempo que se publicaban especulaciones sobre su funcionamiento. En 1838, Maelzel murió retornando de un tour por Cuba y, tras pasar de mano en mano, El turco terminó olvidado en el Museo Chino de Filadelfia. Una noche de julio de 1854, el museo fue consumido por las llamas.
«Falleció uno de los personajes más famosos de los últimos cien años. Sería negligente omitir alguna nota sobre alguien cuya larga vida ha sido una serie de vicisitudes tan extrañas y fortunas cambiantes», empieza diciendo un artículo escrito por el último dueño de El turco autómata, Silas Weir Mitchell.
«Una constitución de hierro le permitió soportar con paciencia largos viajes, climas cambiantes y muchos reveses tristes. Su paradójica existencia ha llegado a su fin».
El hombre detrás de la máquina
Como sospechó Edgar Allan Poe, y otros, El turco era manipulado por un hombre alojado en el gabinete que trabajando a la luz de las velas. El jugador oculto tenía que ser muy bueno. Los dueños de El turco lo contrataban en cada lugar. Debía hacer mover las piezas con el aparato del brazo del pantógrafo. Y asentía con la cabeza moviendo los ojos del autómata, guardando el máximo silencio.
Resultó ser un humano que fingía ser una máquina, que pretendía ser un humano. Pero fue algo más que eso. Fue un provocador temprano de una profunda inquietud. Esa que produce la posibilidad de que una máquina llegue a ser realmente capaz de sentir y pensar como un humano. Y ese es un enigma ético que sigue sin solución.