El monje autómata que Felipe II ofreció a Dios
Una ofrenda muy particular, por supuesto. Fue lo mejor que, según la leyenda, pudo ofrecerle a Dios, por ayudarle con la salud de su hijo. Está en el Museo Nacional de Historia Estadounidense del Smithsonian en Washington. Es el monje autómata.
Puede caminar trazando un trapezoide, mientras se golpea el pecho con el brazo derecho. Levanta y baja una pequeña cruz de madera y un rosario que lleva en la mano izquierda. Su cabeza gira y asiente, sus ojos se mueven y, silenciosamente, pronuncia oraciones. De vez en cuando, se lleva la cruz a los labios y la besa.
Se sabe que fue hecho en el siglo XVI y que llegó a la capital de EE.UU. desde Ginebra en 1977.
El monje autómata está hecho de madera y hierro. Tiene rastros de esmalte de distintos colores. Mide 40,64 cm x 12,7 cm x 15,24 cm y se sigue moviendo después de más de 4 siglos impulsado por un mecanismo de reloj de cuerda que está escondido en su cuerpo. Lo que no se sabe con seguridad es su historia, y eso deja un espacio abierto para algo que lo diferencia de otros autómatas.
Aunque no es el primero ni el único aparato con la capacidad de moverse solo de épocas en las que nos sorprende que existieran, el monje se distingue por estar asociado a una leyenda.
Cuando el hijo del rey se golpeó la cabeza
En 1562, Carlos de Austria y príncipe de Asturias, el hijo del rey Felipe II de España y y su primera esposa, la infanta María Manuela de Portugal, estaba en los alojamientos reales. Al bajar unas escaleras, tropezó, cayó y se golpeó la cabeza contra una puerta. Al principio no parecía que fuera grave, pues seguía consciente. Pero, pronto, se le hinchó la cabeza de manera alarmante, le dio fiebre, empezó a delirar y perdió la vista.
En la corte, estaban desesperados; en las calles, los súbitos de la corona pensaban que Dios estaba enojado. Rezaban, ayunaban y hacían procesiones.
De Europa llegaron los mejores doctores e intentaron tod. Desde abrirle un hueco en el cráneo para aliviar la presión, hasta aplicarle ungüentos y hacerle sangrías. Pero nada funcionó. El príncipe heredero estaba agonizando.
Una oferta que Dios no podría rechazar
El rey ya no sabía qué más podía hacer. A pesar de su magnífico poder, nada le alcanzaba para salvar a su hijo. Así que recurrió a Dios.
La leyenda dice que se arrodilló junto a su hijo en el lecho de muerte e hizo un pacto con Dios: si hacía el milagro de sanar a su hijo, él lo pagaría con un milagro para Dios. En cuestión de una semana, Carlos de Austria y príncipe de Asturias recobró la vista; antes de que se acabara el mes, parecía que nada malo había pasado. Dios había hecho el milagro. Y una promesa era una promesa.
El príncipe Carlos le relató a su padre un sueño que había tenido mientras estaba mal. En él, un monje con la cabeza rapada, la nariz puntiaguda, mirada penetrante y vestido con los hábitos franciscanos, había entrado en sus aposentos. Se había acercado a su lecho de muerte y, con la cruz en la mano, le había dicho que todo iba a estar bien. Fue entonces que se mejoró.
Muchos reconocieron en esa descripción a fray Diego de Alcalá. Felipe II había hecho llevar la momia de esa persona hasta las cámaras regias para invocar la mediación divina en la curación de su hijo. Los restos fueron puestos a los pies de la cama en la que yacía el príncipe.
La creación del monje autómata
El sueño le dio una idea al rey para su cuenta pendiente con Dios. Citó a uno de los mejores relojeros de Europa. Un ítalo-español llamado Juanelo Turriano. Le pidió que hiciera una versión mecánica de Diego de Alcalá.
Y así como fue creado ese monje que todavía hoy se mueve poniendo un pie tras el otro al caminar. Se da golpes de pecho pareciendo entonar el mea culpa, y reza. Como lo ha venido haciendo desde hace 400 años.
Hay, por supuesto, dudas sobre la veracidad de la leyenda alrededor del monje autómata. Y sin embargo, subsiste.