El Año Nuevo, una celebración con raíces ancestrales
Ha llegado el nuevo año y con ello nos hemos propuesto hacer cambios en nuestras vidas. Dejar de fumar, beber menos, hacer deporte, comer mejor, ahorrar y tomarse las cosas con más filosofía son algunos de los más comunes. En definitiva, la noche de fin de año, miramos atrás y nos hacemos promesas que, en principio, mejorarán nuestro día a día. Todo ello lo acompañamos con una gran fiesta donde el alcohol es el gran protagonista. Pues bien, esta tradición se repite irremediablemente año tras año desde tiempos ancestrales.
El origen de esta celebración se sitúa en la antigua Babilonia (actual Irak) y tiene 4,000 años de antigüedad. Marcado por la época de corte de la cebada, el festival Akitu tenía lugar durante la transición de invierno a primavera y duraba 11 días, del 21 de marzo al 1 de abril. Durante estos días se realizaban diferentes rituales, que incluían sacrificios y promesas. Prometían, por ejemplo, devolver objetos prestados o saldar deudas. Y seguramente lo hacían, pues creían que estaban en manos de la justicia divina: si cumplían sus promesas los dioses les concederían la gracia el resto del año y si las rompían no obtendrían ningún favor por su parte y serían castigados.
En muchas culturas de todo el mundo el Año Nuevo representaba la transición hacia un nuevo ciclo, un ciclo que se repetiría año tras año eternamente. Según las creencias ancestrales durante estas fechas los dioses decidían cual sería nuestro destino los próximos meses (hasta el próximo año). Para los Babilonios su futuro estaba determinado por el dios Marduk. “En ese momento, el dios Marduk decidía el destino del país para el año siguiente”, dice The World Book Encyclopedia. De este modo creían que si veneraban a Marduk con sacrificios, procesiones y ofrendas el próximo año sería próspero.
Durante el Imperio romano estas costumbres se extendieron a otras partes del mundo. Los romanos prometían buena conducta a una deidad de dos caras llamada Jano, dios de las puertas, los comienzos y los finales, quien mira hacia atrás y hacia adelante en el tiempo. En el año 46 antes de la nueva era, el emperador Julio César decretó que el año diera comienzo el 1 de enero, que pasó a ser el primer día del calendario romano. De modo que el 1 de enero la gente “se entregaba a excesos desenfrenados —dice la Cyclopedia de McClintock y Strong—, así como a diversas supersticiones paganas”. Como dios de los comienzos, se le invocaba públicamente el primer día de enero (Ianuarius), el mes que derivó de su nombre porque inicia el nuevo año.
Los ritos supersticiosos aún ocupan un lugar en las celebraciones de Año Nuevo y van desde llevar prendas de distintos colores para atraer diversas bonanzas, hasta comer determinados platos o colocar símbolos de la fortuna en sitios concretos. Por ejemplo, en algunas zonas de Sudamérica, las personas dan la bienvenida al nuevo año apoyadas sobre el pie derecho. Según una costumbre checa, en Nochevieja hay que comer sopa de lentejas, mientras que una tradición eslovaca dice que la gente debe poner monedas o escamas de pescado debajo del mantel. Estos ritos, concebidos para protegerse de las desgracias y garantizar la prosperidad, no hacen más que perpetuar la creencia antigua de que el cambio de año es el momento en que se deciden los destinos.
Otra parte de los ritos gira en torno al deseo de dejar atrás los malos momentos del año acabado y romper con las malas costumbres. Así en las oficinas de Brasil o Argentina se tiran por la ventana los papeles viejos, y en Italia se hace lo mismo en las casas con enseres y hasta con muebles.