Antiguamente, plagiar la obra de un artista no estaba mal visto, es más, era motivo de halago para el sujeto que es plagiado
Antes de la Ilustración, el plagio estaba bien visto. Era útil en tanto que contribuía a la distribución de las ideas. Un poeta inglés podía apropiarse y traducir un soneto de Petrarca y afirmar además que era suyo. Según la estética clásica del arte entendido como imitación, el plagio era una práctica totalmente aceptada. El verdadero valor de dicha actividad no radicaba tanto en reforzar la estética clásica como en hacer llegar una obra a áreas a las que de otra forma no habría llegado: la obra de plagiarios como Chaucer, Shakespeare, Spenser, Sterne, Coleridge y De Quincey son parte fundamental del patrimonio cultural inglés y permanecen en el canon literario hasta nuestros días.